La palabra emoción proviene del latín emotivo que significa <<movimiento o impulso>>, <<aquello que mueve hacia>>. Si llevamos acabo la acción que requieren y gastamos la energía de la emoción, esta se transforma y nuestro cuerpo vuelve a su estado de equilibrio, antes de la emoción, y en este caso la emoción ha cumplido su función. Pero si tenemos una emoción y no movilizamos esa energía, esta se almacena en nuestro organismo y nos mantiene en un estado de activación o agitación. Las emociones bloqueadas están activas pero reprimidas, hasta que un día, normalmente en momentos de mucha tensión, fallan nuestros mecanismos y tenemos una reacción desmesurada ante una circunstancia que no merece tal reacción, y nos quedamos cuanto menos sorprendidos. Si no vamos soltando la energía contenida en la emoción y la vamos bloqueando, esto hace que tengamos un estado o sensación difusa que crea malestar de fondo o lo que solemos llamar ansiedad, y que si es mucha también llamamos dolor.
Según empezamos a expresar nuestras emociones, los padres o cuidadores nos condicionan según la manera en que nos permiten manifestarlas. Si cuando nos enfadamos nos reprenden, es probable que aprendamos a ocultar nuestro enfado; si cuando lloramos se ríen de nosotros, podemos aprender a reprimir el llano y si cuando tenemos miedo nos dicen que <<no hay que tener miedo>>, nos confunden. Aprendemos a manifestar las emociones según su forma de pensar o la de la cultura en la que hemos nacido. Normalmente nuestros padres no suelen explicarnos qué son las emociones, ni tampoco nos enseñan a regularlas adecuadamente. Aprendemos a no prestarles atención e intentar no sentirlas, pero en realidad lo que estamos haciendo es bloquearlas temporalmente.
Las emociones son inconscientes y, a diferencia de las cogniciones, no podemos evocarlas a voluntad, surgen de forma espontánea en función de diferentes estímulos o bien, mediadas por nuestro pensamiento. Las emociones, a su vez, ayudan a modular el pensamiento y a decidir qué acciones vamos a tomar, por lo tanto, tienen una función reguladora del pensamiento y las conductas.
Son un elemento básico del funcionamiento psicológico del ser humano y las compartimos con todos los mamíferos. El cuerpo refleja las emociones a través de las sensaciones, y nuestra mente utiliza estas a su vez para valorar el entorno como seguro o peligroso.
Las emociones y las sensaciones físicas son nuestros sensores. Atenuarlos nos anula nuestras referencias sobre lo que ocurre y cómo nos afecta, sobre lo que necesitamos y cómo conseguirlo. Vamos a ciegas, sin acceso a nuestra intuición y funcionando solo en base al manual de instrucciones del razonamiento lógico.
Una parte importante del proceso de recuperación es reconciliarnos con nuestras emociones y darnos cuenta de los recursos que tenemos para regularlas.
Las emociones no son ni buenas ni malas, cada una de ellas tiene una función sana y cuando todas trabajan en equipo es cuando mejor vamos a movernos en distintas situaciones. A veces, puede costarnos entender para que sirven determinadas emociones, sobre todo las desagradables, pero ninguna de ellas existiría si no cumpliera una función esencial para los seres humanos.
Veamos a continuación los distintos tipos de emociones y sentimientos y sus principales funciones:
MIEDO
El miedo nos protege, nos activa para reaccionar ante el peligro, emite una respuesta
inmediata que nos pone a salvo de forma automática y nos permite escapar de una amenaza sin pararnos a pensar. Cuando es proporcionado a la situación es un importante recurso.
Es un problema cuando, después de vivir una situación amenazadora, se activa de manera indiscriminada ante estímulos que en realidad no son amenazadores. Cuando el peligro pasa, a veces temblamos, lloramos, nos da un bajón… es la manera en la que el cuerpo suelta el miedo y cambiamos de estado emocional. Pero si nos vemos sin posibilidad de escapar, no podemos descargar la reacción de miedo y puede quedar bloqueada, reactivándose en situaciones parecidas. Puede convertirse también en un estado de hiperactivación, de alerta permanente, siempre en tensión y sin poder relajarnos ni descansar.
RABIA
Es una emoción mal vista pero tiene mucho que ver con nuestro instinto de supervivencia. Es una reacción de protección activa y se pone en marcha de forma instintiva. Nos ayuda a impactar a los demás, ponerles límites y marcar nuestro territorio, a poder decir no, a pedir algo que es importante para nosotros y a afirmarnos en nuestra postura. Es una emoción orientada a salir para fuera para luchar contra la amenaza, pero si nuestro oponente es más fuerte, el organismo la bloquea automáticamente, se queda “metida dentro” y se convierte en síntomas.
En la mayoría de las ocasiones, si la rabia se bloquea y no se expresa, bien porque no encontramos cauce, o porque recordamos experiencias pasadas junto a personas violentas o críticas con reacciones de rabia mal encauzada que nos hacían sufrir a nosotros o a personas queridas, entonces pensamos que la rabia en sí, y no lo que esas personas hacían con la suya, es mala. Nos decimos que no queremos ser así y que no queremos sentir eso. Pero la rabia que no dejamos salir de forma sana se vuelve en contra y se convierte en autorreproches, autorrechazo, y nos hace más vulnerables, incapaces de decir que no, y de pedir lo que necesitamos. Esto alimenta el ciclo del malestar.
CARIÑO
No es una emoción básica, es más un sentimiento complejo que deriva de la tendencia innata en los seres humanos a establecer relaciones afectivas.
Sentir emociones en principio “positivas” puede ser a veces más difícil que notar las “negativas”. La base para poder disfrutar de las emociones relacionadas con el afecto y con la alegría son las experiencias en la infancia compartiendo y disfrutando momentos positivos de juegos y risas con alguno de nuestros cuidadores. Si esto no se ha dado, o estas experiencias tempranas han estado teñidas de preocupación, o caracterizadas por la distancia o la ausencia, querer a alguien puede vivirse como algo peligroso o hacernos sentir inseguros. También puede pasar que, si nos faltaron esas emociones positivas en la infancia, sintamos su carencia y pidamos a nuestras relaciones actuales que nos aporten “todo lo que nos faltó” de pequeños. Esto da lugar a reacciones desproporcionadas y numerosos problemas en las relaciones.
TRISTEZA
La tristeza es una emoción que nos repliega hacia dentro, nos recoge y nos aísla. Con ella indicamos al otro que necesitamos que nos apoye y nos acompañe, buscamos compasión (compañía en la emoción). Es la sensación que experimentamos cuando perdemos las figuras por las que sentimos afecto, cuando sentimos que estamos solos, y no tenemos sensación de poder personal. Pero también podemos sentir tristeza por falta de amor, por sentir que no somos importantes para alguien, por falta de contacto. Los vínculos tempranos son vitales para que crezcamos de modo sano ya que los niños necesitan a sus cuidadores durante muchos años. Si no experimentásemos tristeza cuando perdemos a personas o situaciones, no tenderíamos a mantenernos apegados a la gente o a las cosas, de la misma forma que si no tuviésemos hambre no buscaríamos comida. Es por tanto una emoción dolorosa pero importante para el funcionamiento y la supervivencia.
Como todas las emociones, la tristeza se autorregula si dejamos que fluya y se integre con el resto de nuestras emociones. Es como un río que, si nadie lo dirige, sabe llegar al mar. En cambio, si intervenimos levantando diques y canales es más probable que cuando lleguen las lluvias el caudal aumentado pueda acabar desbordándose y arrasando con todo a su paso. Si no dejamos fluir la tristeza se quedará dentro y, aunque no lo notemos, enterrar emociones siempre pasa factura.
ALEGRÍA
La alegría es una emoción que produce excitación, que genera una activación del organismo que normalmente es placentera: busca compañía, compartir, disfrutar, celebrar con los demás. La alegría es el resultado del amor. Es energía. Tiene que ver con la ilusión y las ganas de hacer cosas. Tener buenos momentos es alimento emocional necesario igual que la comida. Pero algunas personas no viven bien esta emoción. Pensamientos como “detrás de algo bueno siempre viene algo malo” o “no tengo derecho a ser feliz” enturbian los buenos momentos y hacen que se genere malestar.
Algunas personas no se permiten hacer cosas sin ninguna finalidad o simplemente agradables para ellos, les genera culpa o incomodidad. Su manera de sobrevivir fue centrarse en hacer todo perfecto para sentir control o intentar cumplir con la exigencia de los que nos rodean, o dedicarse a cuidar a los demás ante la ausencia de cuidado por parte de otros.
CULPA
Es un sentimiento más que una emoción. Como las anteriores también es útil para nosotros. La culpa sana se llama responsabilidad, nos permite aprender y corregir nuestros errores, aunque para que sea sana tiene que ser proporcionada a la situación. Si acumulamos demasiada, nos sentimos culpables en exceso, incluso en situaciones en las que la responsabilidad les corresponde a otros en mayor medida que a nosotros. Cuando ocurre esto en lugar de aprender de nuestros errores nos bloqueamos y nos hundimos.
Muchas veces también nos culpamos por cosas del pasado, sin pensar que en ese momento lo hicimos lo mejor que pudimos con lo que teníamos o con lo que sabíamos. Y no somos conscientes de que no podemos cambiar lo que pasó por muchas vueltas que le demos o por mucho que pensemos en ello. La culpa sana no martillea sobre las heridas, aprende de la experiencia y de los errores para mejorar en el futuro.
Si nos llevamos bien con la culpa, si la podemos tolerar, podremos evitar dos situaciones igualmente problemáticas para nosotros: sentirnos culpables por todo, o no asumir la responsabilidad adecuada en cada situación.
VERGÜENZA
Es una emoción que nos ayuda a que nuestras conductas encajen con las del grupo al que pertenecemos. La sentimos cuando hacemos algo que percibimos como inadecuado o que puede hacer que los demás nos desaprueben. Sin vergüenza seríamos inadecuados, no mediríamos el efecto de nuestra conducta en los demás.
Funciona parecido al miedo o a la ansiedad, es más intensa ante situaciones nuevas para activar nuestro organismo, nuestra atención y agudizar nuestra respuesta y se reduce cuando la actividad se hace conocida. Aparece ante algo nuevo para asegurar que nuestra nueva conducta encaje con el contexto social. Si la dejamos fluir acaba desapareciendo. Pero si nos angustiamos por sentirla o tratamos de evitarla, el proceso de habituación que hace que disminuya y desaparezca no se produce. Entonces la vergüenza se acumula, se hace cada vez más intensa y bloquea y condiciona el funcionamiento general.
PREOCUPACIÓN
La preocupación es una manera de intentar buscar soluciones con la mente para no sentir ansiedad en el cuerpo. Anticipar lo que va a pasar nos ayuda a que no nos coja por sorpresa y a tener preparado un plan. Imaginamos diferentes escenarios e imaginamos soluciones para cada uno de ellos. Es un mecanismo muy útil. El problema es cuando sólo imaginamos escenarios muy adversos y nos creemos que eso es lo que va a suceder. Además, nuestra mente no busca soluciones porque da por sentado que no las hay. Entonces la preocupación deja de ser útil, no sirve para prepararnos buscando soluciones, sino que sólo genera angustia. Si de verdad ocurre lo peor, después de tanto darle vueltas, llegamos a la situación llenos de ansiedad y bloqueados. La preocupación entonces deja de ayudarnos y se convierte en un problema. Muchas veces, además, nos agobiamos por cosas que nunca llegan a suceder, produciendo un sufrimiento innecesario y tampoco aprendemos de ello, así que, si vuelve a plantearse una situación, volvemos a estar convencidos de que sucederá lo peor.
La preocupación sana se llama sentido común, y no hay que renunciar a ella. Si pensamos que todo va a ir bien, no tendremos preparado un plan de contingencia y habrá que improvisarlo sobre la marcha, o quizá el efecto de la situación adversa nos deje muy descolocados, disminuyendo nuestra capacidad de reacción. Cierto grado de preocupación nos ayuda a preparar soluciones, y supone un recurso valioso.
Como vemos, cada emoción tiene una función sana, aunque a veces no lo veamos así. El proceso de regulación de las emociones tiene que ver con cómo reaccionamos ante ellas. No podemos elegir ni decidir qué sentimos, pero sí podemos cambiar lo que hacemos con nuestras emociones cuando surgen. Tenemos que saber que:
- Las emociones son nuestros sensores para entender el mundo y a nosotros mismos. Si las escuchamos, tomaremos mejores decisiones. Es necesario conectar con nuestras emociones y permanecer con ellas, escuchándonos a nosotros mismos.EJERCICIO: poner un cronómetro marcando 1 minuto. Durante ese tiempo simplemente observaremos nuestro estado emocional y nuestras sensaciones (cómo es nuestra respiración, dónde hay más tensión, que zona está más relajada, dónde notamos calor o frío, como es nuestra postura corporal). Podemos empezar haciéndolo en momentos de calma, donde nuestras sensaciones nos resultarán más manejables. Con el tiempo podremos hacerlo cuando el malestar sea mayor.
- Las emociones nos hablan de una necesidad y de la acción necesaria para satisfacerla. La rabia nos impulsa a pelear, la tristeza a buscar consuelo, la culpa a mejorar nuestro funcionamiento. Si no nos movemos en busca de lo que necesitamos, la emoción puede quedar dentro diciéndonos a gritos que hay necesidades insatisfechas mientras nosotros intentamos anestesiarlas, evitarlas o enterrarlas. Es importante que las escuchemos y nos demos cuenta de lo que nos están pidiendo.
- Las emociones fluyen. Podemos contenerlas temporalmente, pero no de modo permanente. Muchas veces invertimos gran cantidad de energía en mantener las emociones bajo control, pero tarde o temprano no servirá porque sucederá algo que desborde nuestra capacidad de contención (suma de varias circunstancias, acumulación durante años…). Podemos estar seguros de que en algún momento sucederá algo que escape de nuestro control, porque en la vida siempre suceden ese tipo de situaciones. Si sólo contamos con el control como mecanismo psicológico para afrontar nuestras emociones, en ese momento nos quedaremos sin recursos. Es necesario recuperar un buen funcionamiento emocional en el que dejamos que nuestras emociones fluyan y somos nosotros los que las modulamos y regulamos.
- Lo importante no es lo que siento, sino lo que me digo sobre ello, y lo que hago con ello. Nuestro diálogo interno actúa como los mandos de una radio, modulando el volumen y ajustando la respuesta emocional. Podemos incrementar la intensidad de la emoción o amortiguarla haciéndola más tolerable. Cuando nos decimos a nosotros mismos “no puedo soportarlo” estamos incrementando la intensidad y si lo repetimos podemos hacer que sea intolerable. Si cambiamos nuestro diálogo (“me siento fatal, pero sé que pasará, puedo tolerarlo…) estamos modulando la intensidad haciéndolo mucho más llevadero. Ser conscientes de nuestro diálogo interno e introducir cambios en él es una herramienta de regulación emocional muy potente.
- He de darme permiso para sentir. A veces censuramos nuestras respuestas emocionales por diferentes motivos. Quizás no nos permitimos sentir o expresar rabia, acumulamos el enfado y explotamos de vez en cuando con una rabia descontrolada ya que no hemos aprendido a manejarla; o nos la tragamos, y se vuelve en nuestra contra atacándonos desde dentro con nuestro diálogo interno. O no nos permitimos estar tristes, porque pensamos que eso nos hace débiles. O después de sufrir en una relación no nos permitimos sentir afecto de nuevo para no volver a sufrir… Todas las emociones tienen sentido, aparecen cuando toca, así que la única alternativa real es permitirnos experimentarlas y aprender a hacerlas propias, a sentirlas y expresarlas a nuestro modo, no según modelos viejos que no nos gustan. No podemos decidir qué podemos o no podemos sentir. Nuestro sistema nervioso funciona como funciona y si intentamos cambiar sus reglas nuestro organismo se rebelará contra nuestra “dictadura emocional”.